miércoles, 8 de junio de 2011

Cuento de Manuel Gallegos


Ayún Ül (El Canto del Amor)



Cuando llegaba a la cima, se sentaba en una inmensa piedra lisa; luego recorría con la vista el extenso valle y,.. se detenía un instante en la trenza un humo blanco que se elevaba desde el bosque de alerce que se encontraba su ruka. Momentos después miraba hacia el horizonte y dejaba en libertad los pensamientos que, como brisa suave, se deslizaban sobre las aguas verdeazuladas, imitando el vuelo rasante de ciertas aves. Por último, fijaba la vista en un punto lejano, olvidando ya este universo natural para regresar al mundo de sus sueños.

Una tarde, un persistente quejido interrumpió tal ensoñación. Se levantó con sigilo y fue hasta unos arbustos, siguiendo el camino abierto en el aire por los lamentos. Entonces, en un claro verde descubrió a un joven de edad similar a la de ella, sentado sobre la hierba. Comprendió que estaba herido y se acercó a observarlo.
La figura del muchacho le era desconocida. Iba vestido sólo con un paño cruzado entre las piernas, llamado chiripá, el que le dejaba torso y piernas desnudas.

-¿Puedo ayudarte? -le preguntó tímidamente Rayentrai. El joven, sorprendido, guardó silencio. La niña insistió y entonces él dijo, agobiado por el dolor:

-No puedo mover mi pie. He caminado largo y al subir el monte caí en ese hoyo.
Rayentrai se acercó, apoyó las rodillas en la hierba húmeda y con sus delicadas manos palpó el tobillo del muchacho.

-Tu pie sanará -le explicó.
Y sin agregar una palabra más, se levantó y desapareció entre el bosque de coligües. El joven sólo alcanzó a mover afirmativamente la cabeza, asombrado ante esa inesperada aparición.

Rayentrai regresó muy pronto trayendo en las manos un puñado de barro y lo puso sobre el tobillo del muchacho, quien sintió el frío de la tierra húmeda, acompañado de una sensación de bienestar, primero en el pie, y luego en todo el cuerpo.

-Gracias -murmuró, y ella se quedó contemplándolo en silencio.

-Quisiera pedirte algo más. Tengo mi pecho herido. ¿Puedes ponerme ese barro mágico también?
Y la niña, sin decir nada, se inclinó hacia él estudiando la herida. Sus manos tomaron el resto de barro y tan suavemente lo aplicó, que el muchacho sólo sintió un aire fresco rozando la piel.

-Ahora debería irme -afirmó el joven, sintiendo un fuerte dolor al tratar de levantarse.

-El pie debe descansar y mi ruka está lejos parallevarte ... ¿Cómo te llamas? ¿Dónde están los tuyos? –le preguntó Rayentrai.

 -Mi nombre es Millaleu.
-¡Millaleu! -exclamó ella, y agregó-: Millaleu... Río Dorado, ¿verdad?

-Sí. A mi padre le agradaba el reflejo del Sol sobre el río y entonces me llamó así.

Rayentrai sonrió con un gesto'cristalino. El muchacho continuó:

-Vengo del Norte, a dos soles y dos lunas de aquí.

-¿Tan lejos?

-Eso no es lejos. Yo he caminado cinco soles y cinco lunas más al Norte.
La joven estaba maravillada con las palabras de Millaleu.

-Mi padre -siguió él- me envió a traer una noticia importante para los hermanos del Sur que hablan el mapudungún, nuestra lengua mapuche.

-¿Qué noticia? -inquihó ella.
Millaleu la miró indeciso unos segundos y luego levantó una flecha ensangrentada con adornos anudados de color rojo. Sobrecogida, Rayentrai exclamó:

-¡Señas de guerra!

-Sí -respondió él. Y continuó-: De las tierras del norte ha llegado el extranjero y en su espíritu trae intenciones
oscuras que mi padre no alcanza a comprender. Por eso invita a los jefes a reunirse en el día y la hora indicada en esos nudos colgantes.

-Mi abuelo nos contaba leyendas que hablaban de la venida del hombre blanco -le dijo Rayentrai.

Millaleu se quedó pensando, como si en ese instante hubiera emprendido un largo viaje. La muchacha lo miró y guardó silencio. Luego, él fijó los ojos en los de Rayentrai y le preguntó:

-¿Cómo te llamas?

-Rayentrai.

, -Rayen,... Rayentrai.... significa cascada de Flores. ¿Sabes quién lleva ese nombre a dos soles de aquí?

Ella negó, alzando con gracia los hombros.

-Allá, tu nombre vive en la flora, en un espíritu bueno, cuidador dé todo lo que germina sobre la tierra.

Rayentrai lo miraba absorta y placenteramente. Entonces, Millaleu agregó:

-¿Acaso eres el espíritu protector de este carimahuida, el monte verde?

La niña rió gozosa, y con un encantador aire de certeza afirmó ser ese espíritu protector.

-¿De verdad eres Rayentrai?

Y ella, con donaire y rapidez, esbozó un afirmativo movimiento de cabeza. Millaleu hizo una pausa para pensar y preguntó:

-Pero, ¿eres real?

-Sí -contestó Rayentrai.

 -¿ Real ... real? -volvió a preguntar él con gracia.

Y ella asintió una y otra vez en medio de su risa diáfana y alegre, que era como una cascada de agua y flores.

El joven intentó levantarse ayudado por la muchacha; la bajada era peligrosa y ella le aconsejó permanecer en el monte, hasta donde vendría-a cuidarlo. Millaleu aceptó en silencio.

Entonces, Rayentrai lo condujo hasta un ahuecado alerce milenario donde cobijarse. Así, durante varios días, apenas los débiles rayos del Sol penetraban al follaje de los árboles, la niña, con un canasto al brazo, iniciaba la tarea de subir el cerro y bajar cuando las aguas del lago se teñían de oscuridad.

Millaleu se sentía feliz con su protectora, esa mezcla de espíritu sobrenatural y' de ser humano que aún no sabía diferenciar.

Al amanecer del tercer día, ella no lo encontró en el refugio del alerce. Inquieta, pensando en alguna desgracia, inició la búsqueda invadida por un repentino dolor en el pecho, como el que sentía cuando un árbol era abatido en el bosque. Retornó al .sendero donde lo vio por primera vez y lo encontró sentado sobre la hierba, contem- plando absorto el horizonte.

Silenciosamente, Rayentrai se sentó junto al muchacho y dejó viajar también la mirada, deseando unirse a la de él en el infinito. Durante algún tiempo permanecieron así, rodeados de la música del viento, los árboles y pájaros. Millaleu regresó con la vista por sobre las alturas de la montaña del fuego, atravesó las aguas del modesto lago y llegó hasta la hierba donde estaba sentado junto a Rayentrai. Levantó la mano, tomó la de ella y, acariciándola, sintió su cálida suavidad. Acercó el rostro y la besó en los labios. La niña no dijo nada. Sólo un brillo de felicidad resplandeció en sus ojos. Sin pensalo, acarició también ella las manos de él, acogiéndolas en silencio y con dulzura. Después, Millaleu habló:

-Rayentrak tu ternura ha despertado mi corazón dormido y ya lo siento habitado por tu persona.

«¿En tan pocas lunas?», pensó ella. Y Millaleu respondió a la pregunta que ella no le hiciera.

-El tiempo no importa. Tú y yo nos encontramos, eso es lo principal.
El viento dispersó las nubes que habían traído una leve lluvia, mientras a lo lejos la luz del Sol luchaba por abrirse camino en el cielo.

-¡Un huépil! ¡Un arco iris! exclamó la niña. Y se quedaron mirándolo en silencio.

-Desde hoy -declaró Millaleu apuntando a los colores-, tú estarás en cada uno de ellos.

Y se abrazaron con un sentimiento puro como el aire, la lluvia y la tierra que los rodeaban. Habían descubierto
el ayún, esa especie de luz interior que ilumina la vida y su entorno, como el sol naciente del espíritu: el amor.

-Rayentrai -dijo el muchacho, debo partir. Mi am vivirá en el aire que envuelve este valle. Bastará que respires profundo y mi am se unirá a la tuya. Así, en cada inspiración vendré junto a ti. Hazlo, ya que se acerca la hora jamás deseada. Este último abrazo será como el ayún ül, el canto del amor.

Millaleu, que pensaba como los hombres sabios de la tribu sabían hacerlo, comenzó a alejarse de ella lenta- mente, sin dejar de hablarle:

-La distancia y el tiempo no existen, Rayentrai. Tú estarás en los árboles, las flores y las hierbas que cubren mis campos del norte. Te encontraré donde mis ojos miren y cuando ya no vean nada, te hallaré con los ojos de mi am.

Su voz fue perdiéndose hasta confundirse con el agitar de las hojas y el murmullo del viento.

Pasó el tiempo. La nieve cubrió otra vez las montañas y el paisaje comenzó levemente a cambiar. Rayentrai dirigía los pasos hasta el lago, respiraba hondo y contemplaba el horizonte. Muchas veces sus lágrimas de alegría, y alguna vez de tristeza, cayeron en las orillas y se cuenta que ayudaron a subir el nivel de las cristalinas aguas.
Así, el lago creció con lentitud día tras día y año tras año, hasta llegar a ser el hermoso y enorme lago Llanquihue, escondido entre montes, volcanes y bosques.

En algunas ocasiones, Rayentrai subía a paso lento el monte, se sentaba en una piedra lisa y miraba los arcoiris. Después, inspiraba lentamente el aire puro, sonreía y dejaba fluir por sus ojos ,el dulce ayún ül, mirando con ternura el universo.

Sus hermanos cunches la creían sin juicio y murmuraban en voz baja:

-¡Pobre Rayentrai! ¡Ahí está esa loca! ¡Qué desperdicio! ¡Llevarse la vida soñando! ¡Siempre en espera de su guerrero que ya debe estar muerto! ¡Está loca!

Así repetían como un eco entre los montes y pampas.

Pero un día, cuando los ojos de la mujer miraban al infinito, vio iluminada por un rayo de sol una débil balsa de troncos que se acercaba.

La embarcación llegó a la orilla y bajó el único pasajero, un anciano. Caminó hacia ella y le habló:
-Rayentrai, he vuelto. La guerra durará más que la vida de un hombre. Mi cuerpo está cansado y he venido por mi am...

Rayentrai sonrió. Volvieron a iluminarse aquellos ojos con la luz del ayún, esa claridad que despertó su corazón cuando recién dejaba de ser una niña. Y le dijo al anciano:

-Millaleu, te estaba esperando…
El hombre se acercó y la acogió en un abrazo profundo, al mismo tiempo que las sombras del monte abrazaban las aguas del Lago Escondido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario