miércoles, 8 de junio de 2011

Poemas de Gabriela Mistral

PIECECITOS

Piececitos de niño,
azulosos de frío,
¡cómo os ven y no os cubren,
Dios mío!

¡Piececitos heridos
por los guijarros todos,
ultrajados de nieves
y lodos! 



LA CASA

La mesa, hijo, está tendida,
en blancura quieta de nata,
y en cuatro muros azulea,
dando relumbres, la cerámica.

Esta es la sal, éste el aceite
y al centro el Pan que casi habla.
Oro más lindo que oro del Pan
no está ni en fruta ni en retama,
y da su olor de espiga y horno
una dicha que nunca sacia.

Lo partimos, hijito, juntos,
con dedos duros y palma blanda,
y tú lo miras asombrado
de tierra negra que da flor blanca.

Baja la mano de comer,
que tu madre también la baja.

Los trigos, hijo, son del aire,
y son del sol y de la azada;
pero este pan "cara de Dios"
no llega a mesas de las casas;

y si otros niños no lo tienen,
mejor, mi hijo, no lo tocarás,
y no tomarlo mejor sería
con mano y mano avergonzadas.

* En Chile, el pueblo llama
al pan "cara de Dios."


El hombre ciego ignora
que por donde pasáis,
una flor de luz viva
dejáis;

que allí donde ponéis
la plantita sangrante,
el nardo nace más
fragante.

Sed, puesto que marcháis 

TODAS IBAMOS A SER REINAS

Todas íbamos a ser reinas,
de cuatro reinos sobre el mar:

Rosalía con Efigenia y
Lucila con Soledad.

En el valle de Elqui, ceñido
de cien montañas o de más,
que como ofrendas o tributos
arden en rojo y azafrán.

Lo decíamos embriagadas,
y lo tuvimos por verdad,
que seríamos todas reinas
y llegaríamos al mar.

Con las trenzas de los siete años,
y batas claras de percal,
persiguiendo tordos huidos
en la sombra del higueral.

De los cuatro reinos,
decíamos, indudables como el Corán,
que por grandes y por cabales
alcanzarían hasta el mar.

Cuatro esposos desposarían,
por el tiempo de desposar,
y eran reyes y cantadores
como David, rey de Judá.



LA FLOR DEL AIRE

Yo la encontré por mi destino,
de pie a mitad de la pradera,
gobernadora del que pase,
del que le hable y que la vea.

Y ella me dijo: "Sube al monte.
Yo nunca dejo la pradera,
y me cortas las flores blancas
como nieves, duras y tiernas."

Me subí a la ácida montaña,
busqué las flores donde albean,
entre las rocas existiendo
medio dormidas y despiertas.

Cuando bajé, con carga mía,
la hallé a mitad de la pradera,
y fui cubriéndola frenética,
con un torrente de azucenas.

Y sin mirarse la blancura,
ella me dijo: "Tú acarrea
ahora sólo flores rojas.
Yo no puedo pasar la pradera."

Trepe las penas con el venado,
y busqué flores de demencia,
las que rojean y parecen
que de rojez vivan y mueran.  



NACIMIENTO DE UNA CASA
Una casa va naciendo
en duna californiana
y va saltando del médano
en gaviota atolondrada.

El nacimiento lo agitan
carreras y bufonadas,
chorros silbados de arena,
risas que suelta la grava,
y ya van las vigas-madres
subiendo apelicanadas.

Puerta y puertas van llegando
reñidas con las ventanas,
unas a guardarlo todo,
otras a darlo, fiadas.

Los umbrales y dinteles
se casan en cuerpos y almas,
y unas piernas de pilares
bajan a paso de danza...

Yo no sé si es que la hacen
o de sí misma se alza;
mas sé que su alumbramiento
la costa trae agitada
y van llegando mensajes
en flechas enarboladas...

El amor acudiría
si ya se funde la helada,
y por dar fe, luz y aire,
hasta tocarla se abajan,
aunque se vea tan solo
a medio alzar las espaldas...

Llegando están los trabajos
menudos, pardos y en banda,
cargando en gibados gnomos
teatinos, mimbres y lanas
que ojean buscando manos
todavía no arribadas...

Y baja en un sesgo el Ángel
Custodio de las moradas
volea la mano diestra,
jurándole su alianza
y se la entrega a la costa
en alta virgen dorada.

En torno al bendecidor
hierven cien cosas trocadas;
fiestas, bodas, nacimientos,
risas, bienaventuranzas,
y se echa una Muerte grande,
al umbral, atravesada...

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