miércoles, 8 de junio de 2011

Cuento de Osvaldo Wegmann


El Cementerio de los Milodones



Los caballos cansados, con las cabezas gachas, tranqueaban por el cañadón donde remolincaba el «pampero», que curtía nuestros rostros barbudos y polvorientos. El Río de las Vueltas arrastraba un enorme caudal de aguas de los deshielos primaverales. Era un día de sol y de viento, muy común en la Patagonia Argentina, en la región del lago Wiedma.
Carlos González, mi compañero, detuvo la cabalgadura y lanzó una exclamación, señalando con su
índice moreno, el faldeo de la loma:
-Allá está la tumba de Alberto Conrad.
-¿Dónde? ¿Allá?
Apuramos los caballos, al galope por el campo, en dirección a la cerca de palos labrados, sobre la cual, una gran cruz de madera se recortaba en el cielo azul.
El pasto había crecido y tapaba las flores que en un tiempo existieron sobre la tierra negra, que cubría los restos del descubridor del más extraño fósil hallado en la Patagonia chilena. En la cruz, en bajo relieve hecho a cortaplumas, se leía:
ALBERTO CONRAD
(Q.E.P.D.)
Fallecido en Febrero de 1931

-Es interesante- me dijo González-. Yo había estado varias veces en estos parajes, sin advertir la importancia que pudiera tener esta sepultura, para una información periodística. Vale la pena destacar la vida de este  hombre. Su descubrimiento, en el aspecto arqueológico, ha sido uno de los más valiosos que se han realizado en Magallanes...
-Sin duda alguna. Lamentablemente el milodón no quedó en Chile. Se lo llevaron a Londres.
-Así fue. Debiera existir una ley, que prohiba llevarse esas cosas de Chile, para ir a enriquecer museos extranjeros.
Nos apeamos y maneamos los caballos. Yo estaba adolorido por la larga cabalgata y sentía la rara sensación del novicio o de quien durante mucho tiempo no ha montado. Me parecía andar aún con las piernas abiertas sobre los bastos.
Extraje la máquina fotográfica de la maleta que llevaba atada a la montadura, y junto con mi compañero, inspeccioné la tumba de Alberto Conrad. Era ya Primavera y el pasto verdeaba. Sentí un olor fuerte a yerbas frescas, que agradaba.
El viaje lo habíamos hecho a caballo desde Puerto Natales, Carlos González y yo, con el objeto de visitar las distintas regiones que circundan el lago Wiedma, pues me había hecho el propósito de escribir amplias informaciones sobre la vida y sacrificios de la gente que vive en esos parajes.
Carlos González me acompañaba gentilmente. Éramos viejos amigos y habíamos viajado juntos por otros lugares. Él conocía el lago Wiedma, y sabía dónde estaba la tumba de Alberto Conrad, el marinero alemán que en el año 1898 descubrió, en una caverna de Ultima Esperanza, los restos fósiles del más extraño animal prehistórico hallado en América: el milodón.
-¿Sabes tú cómo murió? -pregunté.
-Sí, loco. Dicen que en los últimos tiempos vagaba por los cerros, juntando piedras y decía que era oro.
-Nadie se atrevía a entrar en su cabaña. Amenazaba a la gente con su escopeta y si alguien hubiera osado violar su domicilio, es seguro que habría muerto de un tiro. Durante mucho tiempo se creyó que tenía oro en realidad, pero...
-Sí, cuando lo encontraron muerto dentro de la cabaña se desengañaron. El oro de que hablaba no existía. Eran puras piedras o cuarzo que abundan en las montañas rocosas, cerca del lago San Martín. Los caballos relincharon.
Extrañado miré hacia el río y vi que a lo lejos venía un jinete al galope.

-Debe ser un puestero- dedujo González.
Yo esperé sin decir nada. No sé por qué sentía un extraño temor y, obedeciendo al instinto, tanteé bajo el saco de cuero, junto a la cintura, para cerciorarme de que aún llevaba mi revólver.
-Es Bernardo-.exclamó contento Carlos González.. Otro loco, igual que Conrad, que anda varios años por estos lados buscando oro; pero que siquiera encuentra algo, aunque no le luce, porque vive pobre como rata.
Se acercó el jinete y detuvo su caballo. Nos saludó en voz alta, con un notable acento alemán. Luego se apeó y se acercó a nosotros.
Como si supiera en las gestiones que andábamos se aproximó a la reja, cuyos altos palos le llegaban a la barba poblada y grisácea. Meneando la cabeza dijo, dirigiéndose a mí, con mucha confianza:
-Malo, malo. El pobre Conrad no tenía por qué haber muerto. Usted no sabe qué secretos guardaba. Con él cometieron una injusticia. Primero le robaron el milodón y más tarde el oro...
.Pero ¿es verdad? .le interrogué, sorprendido.
-¡Donnerwetter!-exclamó en alemán-, si éramos como hermanos y yo sólo conocía su secreto.
González me miró de reojo, haciéndome un guiño. Comprendí que debía seguir la conversación con nuestro extraño visitante, que era de gran interés, por supuesto, aun cuando se trataba de uno de los tantos paranoicos, producto de la soledad y de largos años de continencia, que vagan por esas regiones.
-Entonces ¿usted conoció a Conrad?
-Éramos paisanos. Yo anduve con él de marinero en los buques a vela y nos volvimos a encontrar aquí, después de muchos años.
Extraje mi cigarrera y le invité a fumar. Aceptó con gusto y me dijo, interesado...
-Usted no es campesino ¿verdad?
-En realidad, no trabajo en el campo. Me Interesan estas regiones y por eso las vengo explorando.
Yo me dedico a otras cosas.
-¿Fotógrafo? ¿Periodista?-me preguntó.
Quedé asombrado.
-Lo deduzco, porque los campesinos no usan esas pitilleras, ni botas como las suyas. Usted no tiene manos como para suponerlo peón de estancia. Además, no creo que haya llegado hasta por acá para hacer turismo. Debe haberlo traído algo interesante... Seguramente la historia de Alberto Conrad.
¡Y a ese hombre lo llamaban loco! A pesar de su acento alemán, se expresaba con bastante facilidad en castellano. No era ningún tonto.
Precisamente, he llegado a estas regiones por asuntos periodísticos. Quiero escribir una historia de la Patagonia y me interesan algunos datos sobre el descubridor del milodón. Supe que aquí está sepultado y he venido a fotografiar la tumba y a tratar de adquirir algunos antecedentes relacionados con sus últimos años de existencia.
Bernardo se sentó en el pasto. Fumó pensativo, escupiendo las hebras de tabaco que se pegaban en sus labios, y miró hacia arriba. Sus ojos eran bien azules. Hacían contraste con su cara curtida y sucia de vagabundo de los campos.
-¿Usted es inglés? .me preguntó interesado.
-No, soy chileno- le contesté, adivinando sus temores-; soy de ascendencia escandinava.
Siguió fumando, pensativo. Estábamos en el tiempo de la guerra y los alemanes no eran muy bien vistos. Bernardo era uno de los tantos que se encontraban lejos de su patria más de un cuarto de siglo. No sabía siquiera lo que ocurría en Europa.
-Yo soy alemán- me dijo-; me llamo Heimpel. Hace muchos años que vivo por esta región del lago. He encontrado mucho oro. Pensaba volver a Europa; pero esta maldita guerra me lo impedirá. Si termina, quizás...
González, a mi lado, me miraba sorprendido. Luego me hizo un gesto, como insinuándome seguir la conversación con nuestro extraño amigo. Yo no sabía qué decirle. Hubiera querido preguntarle muchas cosas, pero no me atrevía. Sin embargo, advertía que él se encontraba dispuesto a hablarme. Quizás sentía necesidad de comunicarse con alguien, y a su parecer había encontrado finalmente a una persona que lo escuchaba y que no lo llamaba loco, o que al menos no trataba de decírselo, como los demás.
Después se levantó, mirándome con curiosidad y me dijo:
-¿Usted iba a fotografiar la tumba de Conrad? Hágalo. Yo me voy...
-No. No se vaya. Tenemos que conversar mucho- le rogué-. Espere.

-Sí, me voy... -me afirmó e hizo ademán de dirigirse al caballo. .Wollen Sie nicht eninen Moment warten?-le pregunté en alemán-, intencionalmente.
Bernardo Heimpel me miró extrañado. Abrió desmesuradamente sus ojos azules y una sonrisa se dibujó bajo su barba, dejando ver los dientes delgados, amarillos por el tabaco. Y en su idioma respondió:
- Sí, me quedaré. Hace mucho tiempo que no me encuentro con alguien que hable alemán. Tome usted esa fotografía; pero, por favor... yo no deseo salir en ella... no me interesa... tampoco quiero...
No se dejó fotografiar, por más que se lo pedimos. Sin embargo se mostró alegre y comunicativo, y nada en él nos hizo suponer que se trataba de un loco. El caballo pastaba a su lado y él se acercó a ponerle la manea. Volvió junto a nosotros y nos dijo:
-Yo tengo hambre. ¿No traen algo para hacer de comer? Aunque fuera un poco de café y pan...
-Sí, haremos fuego aquí mismo, para hervir agua .le respondió González., y se acercó a su caballo, para desatar de la montura la alforja en que traía los utensilios de cocina.
Bernardo comenzó a buscar leña por los alrededores, acción que yo imitaba, mientras me decía:
-Yo sé que usted me supone loco. Estoy seguro de que no cree nada de lo que le he dicho. Pero, Conrad tenía oro...
-Lo sé .le respondí-. Mi abuelo conoció también a Conrad y a menudo me habló de sus aventuras. Por él sé la historia del hallazgo del milodón.
-¿Quién era su abuelo? -me interrogó sorprendido.
-El capitán Larsen, Enrique Larsen, de Punta Arenas -le contesté.
-¿El capitán de la «Florence Munzy»?
-Él mismo... yo soy su nieto.
-¡Donnerweter!- exclamó otra vez y me miró asombrado. Se pasó la mano por la barba, muy pensativo, y me preguntó:
-¿Usted es hijo de la María?
-Sí, ¿la conoce?
-Pero, claro. Hace muchos años que no la veo, desde que era muy niña. Ella no sabe, seguramente, que estoy convertido en un ermitaño. Yo era muchacho cuando Conrad encontró el milodón. Después lo acompañé por estos lados, y con él hice un hallazgo sensacional. Tú no sabes, hombre, .comenzó atutearme. la tremenda historia de Alberto Conrad y el mayor de sus descubrimientos. Lo sé yo, yo solamente, y no quiero revelarlo a nadie... a nadie... ¿comprendes? Yo sé donde hay cientos de milodones,como el que Alberto Conrad encontró en la caverna.
Lo miré sorprendido. Ahora sí que me parecía que estaba en presencia de un demente. Nos acercamos a la fogata que había encendido González y le amontonamos leña. Mientras mi compañero salía a buscar agua a un chorrillo cercano, Heimpel me decía:
-Cuando Alberto encontró los restos fósiles, con la emoción de Otto Nordenskjold, los ingleses los compraron y se los llevaron al museo de Londres. El no percibió nada. Lo privaron de una fortuna que le correspondía legalmente. En 1908 se vino a vivir a estas regiones y habitó este valle, que se llamaba del río de las Vueltas, pero que ahora todos denominan valle del Milodón.
«Cada cierto tiempo se perdía y se iba por la cordillera en dirección al lago San Martín. El encontró un camino que conduce desde la laguna del Desierto hasta los canales del Pacífico. Por allí hay un lugar en que abunda el oro. Conrad había acumulado mucho. Lo guardaba en su cabaña y no dejaba a que nadie se acercara a ella, temiendo que se lo robaran. Un día lo encontraron muerto, y en lugar de oro, sólo hallaron extrañas piedras y cuarzo. Conrad no estaba loco. El oro existía y alguien se quedó con él.
Es tan cierto como el hallazgo del cementerio de los milodones.
El solitario me tenía intrigado. Resolví interrogarlo sobre este asunto, cada vez más extraño.
-Pues, te voy a contar como una deferencia especial .me advirtió. Lo hago porque conocí a tu abuelo, y él tuvo algo que ver con las aventuras de Alberto. Tú sabes que los elefantes, cuando se sienten enfermos, se van a morir a un mismo sitio. Por eso nadie encuentra los restos, diseminados por la selva.
«Eso se le ocurrió a Alberto Conrad, pensando en el milodón. Era imposible que una especie de animales mamíferos, a la cual pertenecía esa bestia petrificada, hubiera desaparecido sin que quedara más que un solo ejemplar. Seguramente eran animales, que igual que los elefantes, iban a morir todos a un mismo lugar. Se trataba entonces de encontrar ese cementerio, y para eso había que recorrer toda la región que circunda el lugar donde está la cueva del milodón.
«Conrad caminó hacia el Norte, primero, luego varió un poco sus rumbos, hasta llegar a...
-¿A dónde, Bernardo?
-Al lugar en que encontró el cementerio.
-¿Usted sabe dónde queda?
-Sí, pues he estado allí. Es un lugar maravilloso rodeado de ventisqueros. Cuesta mucho llegar.
Conrad me llevó una vez, hace algunos años; pero me hizo prometerle que no le diría a nadie donde queda...
-Me gustaría conocerlo .le confesé, por decir algo, pues no tenía ninguna confianza en sus palabras y no creía que, de ser verdad, accedería a conducirme.
Quedó pensativo un momento. Le invité otro cigarrillo. Lo encendió y comenzó a fumar. Fumaba y pensaba. Tal vez le resulté simpático y estaría tratando de hacer una excepción conmigo.
-¿Tú crees todo lo que he dicho?- me preguntó.
-¿Por qué no?- le respondí-. Yo sé cosas de Conrad y su historia. .¿Por qué no ha de ser cierto eso del cementerio de los milodones?
-Pero, después revelaría donde queda el cementerio y vendría la gente a buscar los esqueletos petrificados.
-No, no lo haría. Me interesa sólo conocer el lugar, ver los milodones, palparlos, fotografiarlos y escribir la información más sensacional de mi vida: «El cementerio de los milodones». Esa sola historia me daría una fortuna, pues la vendería a los periódicos extranjeros.
-Pues, si tú quieres, puedo llevarte a ver esa maravilla. Pero será con una condición. Tú no veras el camino que irás recorriendo. Andaremos de noche, solamente, y con mucho cuidado, porque recorreremos regiones peligrosas.
El loco Heimpel me tentaba con la proposición de una gran aventura. Yo no podía desperdiciar la oportunidad. Pero dudaba de que Carlos González creyera en la historia del cementerio de los milodones y quisiera seguirnos. Le dije a Bernardo que debía acompañarnos nuestro amigo. Aceptó advirtiéndome que él tampoco debía saber el recorrido que haríamos. Al cabo de un momento llegó Carlos González, y cuando le conté el asunto, dudó un poco, pero luego dijo:
-De todos modos ¿quién dice que no puede ser verdad?
Mi amigo estaba más entusiasmado que yo por la aventura. Mientras calentaba el agua, me decía:
-Este valle conduce al lago San Martín, hacia el N. W. Siguiendo el río de las Vueltas se llega a la laguna del Desierto, que tiene como quince kilómetros de largo. Es en las cercanías del Fitz Roy, ese cerro fantástico, en cuyas inmediaciones debe estar el cementerio de los milodones.
Bernardo Heimpel recogía leña por los alrededores. Carlos lo observaba con disimulo y en voz baja me recomendaba:
-Hay que llevar los cálculos para saber donde queda ese sitio. Conviene que te fijes a menudo en la brújula de bolsillo, el rumbo que tomamos en la marcha y las horas de viaje, para calcular las distancias recorridas. Algún día podremos volver y hallar ese cementerio, si es que existe.
Me gustaría visitarlo, aunque fuera para fotografiar todo eso y escribir una crónica sensacional.
Hirvió el agua. Llamamos a Bernardo y preparamos café. Diez minutos después, mientras sorbíamos la infusión caliente, hacíamos los planes para el viaje. Saldríamos al día siguiente, al atardecer. Heimpel tenía que ir primero hasta su cabaña a recoger sus armas, tabaco y unas mantas. Nosotros pasaríamos a un puesto a buscar nuestros caballos cargueros, en que transportábamos la carpa y las provisiones.
Estábamos ante la proximidad de una gran aventura. La cordillera nos revelaría uno de sus más grandes misterios ocultos. Un hombre loco nos llevaría a través de las regiones montañosas, hacia un sitio extraño, donde cientos y cientos de animales prehistóricos dormían su sueño milenario. Era un lugar donde existía una fortuna incalculable para enriquecer museos.
Partimos ese mismo día, cuando las tinieblas de la noche comenzaban a tenderse sobre el valle.
Bernardo Heimpel nos hizo andar hacia el Oeste- lo comprobé en la brújula de bolsillo- y él siguió detrás durante varios minutos. Luego se juntó con nosotros y finalmente se puso a la cabeza de la pequeña caravana.
El solitario del río de las Vueltas iba muy contento. Conversaba animadamente conmigo, hablándome en su idioma patrio; pero luego, al reparar en González, repetía las palabras en castellano.
Al aclarar nos pidió que acampáramos. Levantamos un toldo, para repararnos del viento; buscamos leña y encendimos una fogata, para cocinar algunos alimentos. Después tendimos las mantas para dormir, pues habíamos pasado la noche entera andando y nos dominaba el sueño.
Todo el día estuvimos en ese sitio, y al anochecer reanudamos la marcha. Bernardo nos llevó por lugares apartados, donde sentíamos que el aire era más helado. Seguramente viajábamos por las proximidades de un gran ventisquero. Así lo comprobamos cuando horas más tarde salió la luna. El paisaje se iluminó por completo. A lo lejos las masas de hielo reverberaban como lentejuelas.
Un cerro de enormes proporciones se veía a la distancia. Igual que una torre colosal se levantaba un picacho de hielo eterno.
-Es el Fitz Roy- me dijo González en voz baja, mientras Bernardo marchaba adelante-; yo conozco esta región. Seguramente nos lleva en dirección al Pacífico, en busca del seno Eyre. Todas estas zonas son casi inexploradas.
No es muy difícil recordar la ruta por la que nos conducía Bernardo Heimpel. Casi todo el tiempo llevábamos la misma dirección, con un poco de variación hacia el N. W. A veces torcía el rumbo para eludir cerrilladas, ríos o lagunas. Seguramente nos creía inexpertos y pensaba que no nos daríamoscuenta por qué parajes nos encaminaba.
Así anduvimos tres noches seguidas, durante las cuales nuestro hombre marchó siempre adelante, sin hablar, mudo. Recorrimos trechos enormes, siempre más arriba, por montañas nevadas, rocas cubiertas de lajas, donde la altura hacía el aire más helado y el viento azotaba inmisericorde. Estaba por aclarar, cuando nos condujo a un valle, donde había un poco de vegetación. La Luna nos ayudó a ubicar el lugar donde dijo que acamparíamos durante unas horas, a esperar el día.
-¿Para qué? .le pregunté.
-Hoy llegaremos al cementerio de los milodones y debemos verlo a plena luz.
Ya estábamos cerca. Pensamos que no era un lugar tan extraño ni tan difícil de volver a encontrar.
Pero cuando comenzó a aclarar el día, nos dimos cuenta de que nos encontrábamos frente a un paisaje inesperado, insólito. La cordillera se levantaba ante nosotros y un abismo se abría, dividiéndola en dos partes. Era la entrada principal, que daba acceso al lugar misterioso donde dormían los milodones desde hacía miles de años.
Era ya de día. El Sol estaba alto cuando Bernardo Heimpel decidió seguir viaje. Montado en su caballo nos señaló un punto en la distancia.
-Allá abajo es- nos dijo-. Síganme, pero no muy de cerca. Yo iré buscando el camino. Es muy peligroso, porque el hielo se desprende a veces. Hay que bordear esta montaña rocosa, frente al ventisquero.
Nosotros lo seguimos, muy emocionados. Nos hallábamos próximos al gran descubrimiento que durante varios días nos tenía seriamente preocupados. Dentro de pocos minutos nos encontraríamos ante cientos de milodones, que en ese lugar perdido se hallarían desde tiempos prehistóricos.
Finalmente nos detuvimos al borde del abismo. Las gigantescas moles formaban una gran muralla que cercaba el lugar de descanso eterno de las bestias desaparecidas. Era un pozo tremendo, de una profundidad aproximada a los quinientos metros. Y abajo, sí los vimos, con nuestros propios ojos, como pequeños puntos, los esqueletos petrificados de los milodones.
Bernardo lanzó una carcajada que nos hizo estremecer. Era una risa de loco. Lo miramos enfadados y temerosos, cuando extrajo su revólver.
-No se asusten- nos advirtió-, quiero probar si hay peligro de que se desplome el ventisquero.
Y disparó un tiro, que sonó seco en aquel lugar, repercutiendo infinidad de veces en las profundidades del abismo.
-Ustedes deben saber- nos dijo- que un grito, un tiro u otro ruido, pueden producir el derrumbe de un ventisquero. No sé como es el asunto. El ruido produce el desequilibrio de las masas, tal vez... y se encogió de hombros mientras guardaba su arma. Enseguida nos ordenó que lo siguiéramos. Y comenzó a descender por las rocas, dando vueltas, dentro del abismo.
Caminamos durante un buen rato, con suma dificultad, descendiendo más de trescientos metros.
Nos hallábamos ya sobre el cementerio, a poca distancia de los huesos de milodones que, petrificados, estaban ante nuestra vista descubiertos por un derrumbe. Era un espectáculo interesantísimo. El sol brillaba sobre el hielo del ventisquero, que como una pared ciclópea se elevaba desde las profundidades mismas hasta la cima, por donde habíamos descendido.
-¡Allá abajo están! .exclamó Bernardo. y señaló con el dedo. Divisábamos los restos fósiles confundidos entre las rocas y el hielo. No bajen ustedes. Yo iré primero, a ver cómo está el terreno. Hay que tener cuidado, porque el ventisquero traiciona a veces. Ocurre que se desprenden trozos enormes.
Quédense aquí arriba y esperen hasta que les haga una seña. Pero sigan por el mismo camino por el que bajé yo.
Y bajó, en efecto. Estaba contento y espoleaba el caballo con energía, agitando los brazos, como si tratara de ayudar a equilibrarse a la bestia. Nosotros lo seguíamos con la vista, mientras iba descendiendo.
-Abajo es pura piedra- me dijo González.
-Son restos fósiles. Son milodones petrificados- le contesté ¡Qué fortuna y qué lástima que este secreto esté en poder de un loco ¿Volveremos a buscar este tesoro?
-Tendremos que volver después de un tiempo. Menos mal que me doy cuenta del camino que tomamos.
-¿Estás seguro de que lo sabes? Veremos; porque Bernardo hizo muchos rodeos el último día.
Mientras tanto, el ermitaño ya había llegado al fondo del abismo. Lo vimos galopar entre las rocas y los restos firmes de los milodones. Se bajó del caballo y agitó las manos haciéndonos las señales convenidas. Momentos después escuchamos el eco de su voz. Había lanzado un grito, llamándonos.
Cuando nos disponíamos a seguirlo, Carlos González me detuvo.
-¡Cuidado! No bajes- me advirtió- ¿no sientes?
Miré hacia abajo y vi a Bernardo Heimpel correr desesperado en busca del caballo. Al mismo tiempo me atemorizó un rumor infernal que parecía venir desde lo más profundo de la oquedad y que repercutía en lo alto, multiplicado por el eco.
-¡El ventisquero se derrumba¡ Rápido, subamos!
-¿Y Bernardo?
-Está perdido.
Nos apresuramos, tratando de subir lo más arriba posible, mientras el ventisquero, que por años y siglos se levantaba en los parajes, se desplomaba dentro de la oquedad, donde quedaban sepultados Bernardo Heimpel y su cementerio de milodones.
Durante varios minutos tronó en el fondo del abismo. Una nube de polvillo de nieve se elevó hacia nosotros. La catástrofe ya no nos alcanzaba, aunque nos hallábamos distantes de la cima.
Bernardo Heimpel había perecido. El ciclópeo ventisquero cubría el enorme pozo donde quedarían sepultadas las bestias prehistóricas por la infinidad de los siglos, junto al hombre loco, que nos había llevado hasta ese extraño cementerio, a revelarnos un secreto, a mostrarnos una maravilla que sólo pudimos contemplar desde lejos.
Cuando escalamos la cumbre de la montaña cansados, pero felices, Carlos González extendió la mano hacia el Este y me urgió:
-Sigamos, quiero salir lo más pronto de este lugar maldito.
Y salimos. Yo marché detrás de él, sin hablar, durante varias horas. En la noche acampamos, y al amanecer reanudamos el camino. Así durante dos o más días, en que dimos mil vueltas, vadeando ríos, buscando pasos por las quebradas y barrancos, rodeando lagunas y chorrillos.
Una tarde, cuando yo no me daba cuenta en qué lugar nos hallábamos y González se desesperaba porque también se consideraba perdido, mi compañero lanzó un grito de alegría. A lo lejos se divisaba la torre inmensa del cerro Fitz Roy, que nos señalaba la ruta de regreso.
-De ahí queda el río de las Vueltas- me dijo.. Pasaremos de largo, derecho a Chile. Que nadie sepa esta aventura con el loco Bernardo. No nos creerían. No lo cuentes a nadie, porque nos tomarían por locos.
Yo asentí. Esto fue hace muchos años. Y ahora es la primera vez que lo cuento.

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